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sábado, 19 de enero de 2013

El fundamentalista que quiso destruir occidente



Uno de los países más tranquilos y civilizados del mundo se estremeció cuando Anders Breivik mató a 77 personas para “salvar el mundo occidental”


Aquella mañana veraniega en Noruega nadie podía creerse que su país, uno de los más tranquilos y con menos conflictos del globo, podía estar sufriendo un ataque terrorista. Tras la II Guerra Mundial, Noruega se había convertido en un paraíso casi idílico gracias a su prosperidad cimentada en la democracia del estado del bienestar y en un espíritu de país neutral que lo habían dejado en una posición privilegiada. Por ello es lógico que nadie aquel día se pudiera creer que una célula terrorista hubiera explosionado una bomba en el corazón de la capital del país y menos aun que unos jóvenes, a más de cien kilómetros de distancia del lugar de la explosión, estuvieran siendo perseguidos y asesinados en una isla que se había convertido en una ratonera.

Lo cierto es que si podía haber gente que se creyera el ataque, o al menos que se lo figurase. Algún seguidor de los sitios más oscuros o extraños de la red pudo conocer a Anders Breivik y su panfleto de más de 1000 páginas en el que imaginaba un nuevo occidente sin corruptelas inmigración o libertad. Podía figurárselo, pero al igual que el resto de la población tanto noruega como mundial, se quedó boquiabierto al saber como una sola persona, apoyada por sus principios fundamentalistas, pudo burlar las defensas de toda una nación occidental y acabar con la vida de 77 personas antes de ser detenido. Si algo quedará para la historia de la matanza de Utoya será ese peligro que antes de Breivik no se tenía en cuenta. A partir de aquel día las policías de todo el mundo se descubrieron que una sola persona puede poner en jaque a toda una nación, algo que hace unos años era impensable.

Lo que parece bastante claro es que este ataque fue mucho más que un simple acto terrorista para los noruegos, el ataque de Breivik ha supuesto un punto y a parte en la vida de los escandinavos y es que, en un país donde la democracia es una parte fundamental de su vida, que un perturbado decida llevar a cabo su matanza acabando con la vida de jóvenes lideres de uno de los partidos con más peso del país hace que la propia matanza tenga mucho más calado. Los jóvenes asesinados en Utoya, los cuales participaban en un campamento organizado por el Partido laborista de Noruega, se han convertido en mártires de la historia del país pues ya son símbolos de la democracia noruega y de todos sus valores. Cuando Breivik se puso a disparar con un rifle de asalto a cada uno de los jóvenes, sin discernir ni mostrar compasión, por las tierras de Utoya diciendo “Debeis morir todos” ninguno de esos chicos podía pensar en que se convertirían en un símbolo mundial.

Algo salió mal en el plan que el fundamentalista amante de las Cruzadas llevaba años preparando, Breivik había calculado hasta el número de balas necesarias para acabar con todas las personas que había en Utoya pero en su plan no entraba el salir de Uotya con vida y ese también fue el gran acierto de una policía noruega, puesta en entredicho por no poder preveer o al menos controlar la matanza a tiempo. La idea de Anders pasaba por ser asesinado, mientras luchaba en su propia Cruzada, por las huestes de los infieles y estuvo a punto de conseguirlo. Lo que consiguió la policía al detenerle, es no agrandar una leyenda que podía dañar a toda Europa, al capturarle, se vio que aquel hombre era un loco disfrazado de policía, un fundamentalista sin bases sólidas y que no era más que un enemigo del ser humano, un asesino y nada más.
Con el juicio que lo llevó a ser condenado a 21 años ce cárcel, es lo máximo en el país escandinavo, la leyenda del monstruo de Utoya se fue diluyendo. Breivik intentó dar la vuelta a la historia, convirtiéndose en un personaje mediático, pero nadie en Noruega le dio la oportunidad, allí los medios tienen otro concepto de negocio, y llegó a la prisión con la imagen de loco fundamentalista aislado que Breivik sabía que tenía que evitar a toda costa si quería ganar su Cruzada.

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